Me gusta España. Las mesas puestas en la acera, el transporte público, y tiendas distintas para queso, pan, fruta y aceitunas de 20 variedades. Me encanta el arte que irrumpe en la vida cotidiana, ya sean las murallas y los castillos con la antiguëdad de siglos atrás o incluso la monstruosa torre Agbar en Barcelona (que su diseñador, Jean Nouvel, insiste que es harmoniosa con la silueta de la Sagrada Familia, pero…). En Barcelona, hay un orgullo tangible de vivir en la ciudad que recibió el prestigioso premio Pritzker de architectura por sus obras de renovación urbanística (…y no hablemos de equipos de fútbol, OK?). Todavía se puede quedar uno en la calle en altas horas de la madrugada sin ser abrumado por el temor de los gamberros y las pandillas que existen en otras ciudades de este tamaño. La gente paga un plus para poder vivir en el centro de la ciudad, mientras que en Los Angeles, el “downtown” es sinónoimo con el gueto, donde no camina nadie sin una pistola a partir de la puesta del sol.
El diseño de las ciudades españoles exige que se camine y que uno se roce con vecinos y proveedores. Tienes un contacto de cerca con gente de todas las clases en el metro. Hay una energía natural inherente en estos acontecimientos accidentales que, poco a poco se está perdiendo con el avance de los Carrefour y la urbanización masiva de la periferia de las grandes ciudades. Me gustaría desarrolar este pesamiento un poco más en la próxima entrada y citar un artículo de un planificador urbanístico que quiere dar marcha atrás a la tendencia de vivir en los suburbios e ir de compras en grandes centros comerciales.